`Laudato si´, sobre el cuidado de la casa común

Textos sobre la creación, la ecología humana y la economía.

[Para reflexionar sobre el pensamiento expuesto en la Encíclica del Papa Francisco]

En esta sección vamos a ir publicando textos, algunos de ellos relativamente largos, de diferentes autores (pensadores, economistas) que expresan pensamientos próximos y afines a los que el Papa Francisco va a expresar o ha expresado en su Encíclica sobre la creación. El pensamiento que estos pensadores promueven —todos ellos cristianos— es prácticamente desconocido en la mayoría de nuestros círculos católicos, porque, tanto las universidades como los medios de comunicación católicos, defienden sin paliativos y sin ninguna capacidad de autocrítica, las prácticas (y, por lo tanto, los presupuestos antropológicos) de la economía “ortodoxa”, esto es, del capitalismo global. Eso puede hacer que el pensamiento del Papa pueda presentarse como algo aislado, en ciertos círculos, hasta como la intuición de un iluminado. El Papa se sitúa, en cambio, en la gran tradición de la doctrina social de la Iglesia. Es esa tradición la que está marginada y es desconocida, y sobre todo en sus raíces profundas y en sus implicaciones prácticas, en muchos de nuestros ambientes católicos.

Lunes, 31 Agosto 2015 12:34

Hombrecitos verdes contra criaturas rojas de barro

Escrito por  Sebastián Montiel* y Aaron Riches **

Hombrecitos verdes contra criaturas rojas de barro: La Ecología Profunda posmoderna en El principito de Saint Exupéry y la profundidad sacramental de la Tierra en la Encíclica Laudato Si’ del Papa Francisco

Sebastián Montiel* y Aaron Riches**
Dedicado a Carmen, recién llegada a la Tierra de su Padre

I
Es poco probable que el Papa Francisco escribiera su Encíclica Laudato Si’ para que la leyéramos como una crítica explícita del famoso cuento de Saint Exupéry. Menos probable aún es que la relativa popularidad de la Encíclica llegue a desplazar algún día a El principito como lectura favorita de muchos niños a la hora de irse a la cama. Y, con todo, los dos textos citados se entienden bastante bien cuando se ponen frente a frente. Es así porque la Laudato Si’ contiene una crítica implícita de El principito y de la visión del ser y del espíritu que propone el célebre relato, relato que, en realidad, es una reinterpretación de la narrativa cristiana de la creación a la luz de la crisis de la modernidad y del colapso secular, y que pretende conferir una nueva profundidad espiritual a un mundo que ahora ya es “poscristiano”. Y no sólo eso, lo mismo que la Laudato Si’ está concebida para llegar a convertirse en un cri de coeur espiritual para una ecología católica, El principito ha sido evocado recientemente como una especie de texto religioso fundacional del movimiento de la Ecología Profunda.

 

Más que ofrecer, simplemente, concepciones espirituales y ecológicas antagónicas, la Laudato Si’ y El principito generan sus respectivas concepciones por medio de dos actos de rememoración esencialmente diferentes: el primero de los textos, mediante un memorial cristiano fiel que salvaguarda y hace suya la tradición, el segundo, en cambio, mediante un des-memorial que “rememora” figuras y tropos cristianos con vistas, fundamentalmente, a romper con ellos y a socavar la concepción cristiana. En efecto, como veremos, el supuestamente ingenuo relato de El principito es algo más que una mera relectura de la narrativa cristiana; es un acto quasi-gnóstico de “desmemoración”, del tipo de la “desmemoración” que hace Hegel de la totalidad del cristianismo (1). Teniendo esto en cuenta, El principito es un texto a la vez “herético” y “moderno”. Lo que está en juego, en particular, es la liquidación de la memoria concreta, es decir, de la memoria como acto de remembranza de una historia real concreta, de un tapiz complejo de hechos personales y de acontecimientos que, en sí mismos, son irreducibles a “principios”. A la manera gnóstica, el acto de “desmemoración” que lleva a cabo El Principito se apropia de algunos de los tropos constitutivos del cristianismo, de una forma sutilmente ambigua, aparentando una fidelidad de nuevo cuño, pero reconfigurándolos, de hecho, en su misma base, eliminando lo que es concreto y real, lo que se puede nombrar y es históricamente específico, y dándole ahora a esos tropos una forma abstracta, como principios constitutivamente sin nombre. Y esto hasta tal punto que la genuina concreción en la que se basa la fe cristiana queda pulverizada.


Está en juego, ante todo, la idea de creación como relación entre un “Yo” y un “Tú”. Como veremos más adelante, esto es algo básico en la propuesta que hace el Papa en la Laudato Si’, mientras que, en El principito, se convierte en algo que es impensable a priori. Consecuencias de ello son la reducción a algo efímero que lleva a cabo este cuento “infantil” de la esperanza escatológica, una vez separada de su raíz en la historia concreta (los orígenes y el acontecimiento de la Encarnación), la nueva esperanza en el progreso del Espíritu y la necesidad de dejar de rememorar poco a poco cualquier “lazo” fundacional de comunión, en beneficio del proyecto humano de un “espíritu” (o de un corazón) que forje nuevos y futuros “lazos” de humanidad. Del mismo modo que la filosofía “cristiana” de Hegel conservó algo de la simbología y de la gramática básicas de la teología cristiana, reconfigurándolas para ponerlas al servicio de una nueva concepción del estado moderno y del “fin de la historia” en el triunfo del Geist, vamos a ver que El principito rememora ciertos aspectos de la tradición cristiana solamente para “desmemorar” el relato cristiano, hasta el punto de transformarlo en un doble fantasmagórico (Doppelgänger). Y este doble se ha convertido recientemente en una de las piedras de toque fundamentales, tanto sentimental como “espiritual”, de los modernos adoradores de la llamada Ecología Profunda, ideada en los años setenta como reacción contra el anterior y más superficial “ecologismo reformista” (2). Para los observantes de este credo, El principito se ha convertido en un texto sagrado, imbuyendo a este movimiento de una cierta devoción y de un horizonte espiritual. Lo mismo que el hegelianismo, la Ecología Profunda tiene poco que ver con hechos históricos concretos y con seres reales específicos, y mucho con procesos abstractos de la historia y de la ecología desarraigados de la vida concreta de cualquier “Yo” que pudiera estar ante un “Tú” real.

La Ecología Profunda ofrece una respuesta “religiosa” a un nuevo tipo de “miedo a la muerte”, provocado por los recientes y radicales avances tecnológicos. Dichos avances han incrementado nuestra percepción del poder de la ciencia y de la tecnología modernas, que aparecen ante nosotros como fuerzas sin límite capaces tanto de destruir por completo la Tierra (por medio de una guerra nuclear o de un desastre ecológico) como de salvar a esa misma Tierra de los desastres naturales y del secular problema de la “muerte” (3). Este nuevo miedo a la muerte no es el antiguo miedo a la muerte del individuo, sino un miedo abstracto a la desaparición de la totalidad de la especie humana (y quizás del “planeta”); es un miedo apocalíptico a un indeterminado e inminente “fin de la historia”. Comenzando por una sólida crítica del antropocentrismo destructivo y del consumismo, la Ecología Profunda acaba invitándonos a adorar a una Tierra deificada que nos redimirá mediante una disolución, más o menos violenta, de toda diferencia “nociva”: creado-increado, vivo-inerte, humano-no humano, hombre-mujer. De modo que, aunque los fieles de esta nueva religión aparezcan habitualmente disfrazados de ovejas ecológicas, la tan cacareada “diversidad ecológica” ha hecho que estos lobos maltusianos evolucionados se presenten en tres variedades: gnóstico-maniquea, panteísta-spinozista y agnóstico-neoliberal — mostrando las tres sus fauces tanto desde la “izquierda” como desde la “derecha” tradicionales del espectro político (4).

Los ecologistas no fueron los primeros en darse cuenta del alcance filosófico del famoso cuento sobre el gentil principito que un buen día cayó en la Tierra. En cierta ocasión, Martin Heidegger calificó a El principito como “uno de los libros existencialistas más importantes del siglo”. Como acertadamente percibió Heidegger, el relato de Saint Exupéry era, más que un cuento para niños pequeños, una seria respuesta a la magna questio de San Agustín: ¿De dónde viene el hombre y adónde va? Concretamente, se puede ver que el inocente relato reconfigura de un manera nueva, moderna y apócrifa, la narración judeocristiana de los “comienzos”, el relato que ofrece el Génesis de los orígenes humanos. En este trabajo, sugerimos lo siguiente: si queremos captar con claridad el novum de la provocación del Papa Francisco, haríamos muy bien en comparar su Encíclica con un potente prototipo de la concepción moderna y secular, que, a todos los efectos y para nuestros propósitos, podemos considerar encapsulada en El principito. Así pues, si bien la ecología integral de la Laudato Si’ está enraizada en la inconfundible memoria judeocristiana de los “comienzos” (y, de forma más implícita, en la memoria del “fin”), la concepción ecológica profunda contenida en El principito está enraizada en una “desmemoración”, apócrifa, de los “comienzos” (y del “fin”). ¿Cuáles son las características de cada uno de estos procesos? Empecemos con el Génesis.


La narrativa del Génesis no conoce abstracción alguna. Todo lo que hay en él de “universal” no es otra cosa que un universal concreto. El Génesis es una narración de hechos particulares que surgen de la oscuridad de la nada. El Génesis es una narración tan concreta como a uno le es posible imaginar. Así, el proceso de la creación es un proceso de invocación, de diferenciación y de denominación concretas:

     Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz “día”, y a la oscuridad la llamó “noche”. Y atardeció y amaneció: día primero. (Gen 1, 3-5)


En este relato del comienzo del ser, nada hay vacío de significado. No aparecen “dioses”, aparece un Dios cuyo nombre es YHWH. No aparece ninguna “humanidad”, aparece el ser humano Adán. No aparece ningún “eterno femenino” simbolizado, por ejemplo, por una flor caprichosa, aparece la mujer Eva. No aparecen “planetas”, aparece la Tierra. En el Génesis, sólo la serpiente lleva un nombre genérico. De ahí que todo el marco y la estructura interna del ser se constituyan en la intimidad de relaciones significativas y concretas. La Tierra es la casa de Adán, y Adán es la criatura que Dios crea “a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gen 1, 26). Y la relación más íntima — la relación que subyace en la fuente y en la cima de la creación — es filial: Adán es el “hijo de Dios” o, dicho de otro modo, Dios es el Padre de Adán (cf. Lc 3, 38). En la concepción judeocristiana de la “génesis” del ser, todo tiene que ver con esos lazos de interrelación que proceden de la relación, más íntima y fundamental, de Dios Padre con su hijo humano, con Adán. Esta relación “original”, a imagen y como semejanza, no es cronológica, sino analógica: su precedente es la relación de Dios Padre con su Hijo engendrado desde la eternidad, con Jesús. “El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano” (Jn 3, 35). Los lazos del ser y la interconexión están en la esencia misma del ser como tal, al menos tal y como se desvela en el Génesis. Así pues, la “relación” precede inmediatamente al ser y es directamente constitutiva de su hecho “sustancial”. Con el tiempo, esto acabará dando lugar a la doctrina cristiana de la Trinidad, según la cual las Personas de la Trinidad son entendidas como “relaciones subsistentes”. El peso metafísico de la “relación”, como categoría constitutiva de la “sustancia” y en pie de igualdad con ella, ya se desprende de ello (5).


Puesto que el ser de la creación se constituye en la relación con Dios y sólo existe por el don que fluye de (y que es) esta relación, no puede haber en sí mismo potencialidad destructiva alguna y, por tanto, en el mundo “nada es intrínsecamente malo” (6). O bien, formulándolo según la clásica doctrina agustiniana de la privatio boni, el mal es privación y, por consiguiente, al contrario que el bien, es esencialmente insustancial. El mal parasita a la bondad, que sí “es”. Una manera más bíblica de expresar todo esto es decir que el mal emana de la “enemistad”, del rechazo a ver la belleza de la obra de Dios y a aceptar el amor de Dios como un don paternal que sostiene “en el ser” a todo lo que hay. De ahí que, en el Evangelio de San Juan, ser malo es ser el diablo, el asesino y destructor del bien, que no es dador de vida porque “no hay verdad en él” (Jn 8, 44). La naturaleza de doble insustancial del bien que tiene el mal queda aún más clara por el hecho de que este otro “padre” suyo, el diablo, “es el padre de la mentira”, o como dice el texto griego original “oti pseustês estin kai o patêr autou”, que se podría traducir sin violentarlo así: “es el padre de la mentira y el padre de sí mismo” (sin más que referir el pronombre “autou” al sustantivo “patêr”, en vez de a “pseustês”). Ser malo es presentarse ante sí mismo como huérfano de padre.


La concepción de la “génesis” que se presupone en El principito está marcada precisamente por la “orfandad”. Así pues, se opone desde su misma raíz al Génesis judeocristiano, al modo en que un doble fantasmagórico se opone a la verdad. Esto se pone de manifiesto, en primer lugar, en el hecho de que a lo largo de todo El principito no encontramos ni un solo nombre propio. Nunca oímos el nombre del pelirrojo protagonista y narrador, y mucho menos el del “principito”, cuya extraña costumbre de evitar responder directamente a las preguntas del aviador confirma una narrativa del ser vaga y abstracta. En el transcurso de los ocho días que el protagonista queda varado en el desierto intentando reparar su avión, el principito le cuenta la historia de su vida. Es una especie de narración “genética” que se desarrolla, significativamente, durante el tiempo simbólicamente pleno de ocho días, los correspondientes al tiempo cristiano de la creación y la redención. El príncipe describe la vida en su planeta: un mundo que posee para sí, desprovisto de las relaciones constituyentes del ser, así como del complejo tapiz de hechos personales y de acontecimientos que consideramos básicos en la idea judeocristiana de “la Tierra”. El planeta-hogar del príncipe es, más que un hogar para vivir y cultivar, una posesión que hay que domeñar. B-612, etiqueta con la que el protagonista des-identifica al planeta del príncipe, tiene el tamaño de un asteroide, en el cual su solitario habitante hace más de herbicida que de labrador. El principito cuenta como pasaba allí sus días eliminando semillas y brotes indeseados, especialmente de baobabs, que crecen constantemente amenazando con la asfixia a su asteroide. El deseo del príncipe de tener un cordero respondía exactamente a ese trabajo: quería que se alimentara de las plantas indeseables.


De hecho, las estrategias agrícolas y ganaderas del principito no siguen en absoluto los consejos de Dios a Adán para el cuidado de la Tierra. El hombrecito, supuestamente “verde”, de Saint Exupéry no es ni un Buen Labrador ni un Buen Pastor. Según el narrador, en B-612,

     Había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, buenas semillas de buenas hierbas y malas semillas de malas hierbas. Pero las semillas son invisibles. Duermen en lo secreto de la tierra hasta que, tomada por la fantasía, una de ellas se despierta. Entonces se estira y tímidamente comienza a empujar hacia el sol una maravillosa ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosa, uno la puede dejar crecer a su gusto. Pero si se trata de una planta maligna, es necesario arrancarla enseguida, tan pronto como uno la reconozca (7).


Al contrario que la Tierra creada, que rodea a Adán y a Eva como un don gratuito y como una invitación a la comunión, el planeta B-612 es un moderno asteroide maniqueo en el que “bien” y “mal” germinan y crecen independientemente de toda relación con cualquier “creador” (que o no existe o ha sido puesto entre paréntesis — etsi Deus non daretur — en el asteroide-orfanato de Saint Exupéry). El cristianismo siempre ha sabido que “la creación es bella y armoniosa, y Dios la ha hecho toda ella precisamente para bien nuestro; la ha hecho bella, grandiosa, variada y rica” (8). En B-612, las cosas y las relaciones no son ni intrínsecamente bellas ni buenas y, por lo tanto, no hay en él ninguna posibilidad de Caída, no hay ningún camino que se despeñe desde la cima de la verdad del ser en su belleza y su bondad. En tan peligroso suelo, el único labrador tiene que destruir las plantas malas “tan pronto como las reconozca”. Esta forma de labrar la tierra es, precisamente, la opuesta a la de la de aquel “hombre que sembró buena semilla en su campo, pero mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo y se fue” (Mt 13, 24-25). Aquel hombre no pertenecía al “mundo de la eficacia” (cf. LS 108-109), al contrario que el principito y las cosechadoras mecánicas. Pertenecía al “mundo del amor”. Estos dos mundos incompatibles, denominados así y descritos por el escritor y agricultor norteamericano Wendell Berry (9), dan lugar a concepciones de la relación con la Tierra y a hábitos agrícolas diferentes, que llevan, a su vez, a filosofías de la historia y usos políticos concomitantemente diversos. La primera de esas filosofías se enraíza en la idea de progreso y excluye de jure la esencia de la segunda, que involucra y presupone la práctica de la misericordia. Por eso, aquel hombre dijo: “Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: ‘Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero’” (Mt 13, 30). De hecho, las perspectivas gnóstica y maniquea de un mundo mal construido y la moderna idea agnóstica de un “Progreso” acumulativo se basan igualmente en una concepción del futuro casi joachimita o hegeliana, como telos que no necesitara retornar al archê, que pudiera dejar atrás la memoria del pasado consiguiendo la autojustificación mediante una justicia espiritual supuestamente perfecta. En el mundo concreto en que vivimos, la santidad y el pecado crecen y se manifiestan simultáneamente. Precisamente lo que incita la paciencia de Dios es lo que Saint Exupéry rechaza.


El único habitante de B-612 no espera. Se enfrenta a los obstáculos. “La tierra nos enseña más sobre nosotros mismos que todos los libros del mundo porque nos opone resistencia. El hombre se descubre cuando se mide con el obstáculo”, había dicho el piloto francés (10). La sabiduría cristiana, por el contrario, nos invita a esperar hasta el Fin: “Si el labrador es capaz de esperar todo el invierno, cuanto más nosotros debemos esperar el resultado final de los acontecimientos, recordando quién es el que mete el arado en el suelo de nuestras almas. […] Y cuando hablo de resultado final, no me refiero al fin de esta vida presente, sino a la vida futura y al plan de Dios para nosotros, que aspira a nuestra salvación y a la Gloria” (11).


¿Y cómo es la ganadería en B-612? El deseo del principito de tener un animal cohabitante contrasta notablemente con la narración del Génesis, en la que los animales son creados como parte del ecosistema de la Tierra, y cada uno es nombrado por Adán de una forma singular. El único signo de relación integral en el asteroide del principito es la misteriosa rosa que un día brotó. El príncipe cultivó la rosa, a la que amaba, pero, para poder hacerlo, tuvo que aislarla en un campana de cristal que la separara del entorno hostil del asteroide. La relación entre el príncipe y la rosa es lo más cercano que encontramos en la “génesis” del mundo de El principito a la nupcialidad de Adán y Eva. Pero, mientras que Eva despierta en Adán lo más hondo de su humanidad somnolienta, revelando al hombre lo que es el hombre — “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gen 2, 23) —, la relación de amor del príncipe con la rosa cae enseguida en la sospecha: el príncipe comienza a pensar que ella se aprovecha de él y, por tanto, resuelve divorciarse de su planeta. Y, aun cuando ella le pide perdón por su vanidad y los dos se reconcilian, no obstante, también lo anima a emprender su viaje de abandono. Podríamos decir que todos estos contrastes hunden sus raíces en la distinción básica entre la concepción cristiana y la de El principito. En esta última, aun pretendiendo que los niños existen, no existe el padre. Es una narrativa de la que está ausente la paternidad. Mientras que, en la primera, la totalidad del sentido y del significado de la creación se basa en el vínculo filial. Del mismo modo, ese lazo que surge del Padre común, hace que todas las criaturas tengan una relación íntima con nosotros, originando así la “fraternidad universal” de la que habla el Papa Francisco (LS 228), que alcanza una configuración particular en la intimidad entre el hombre y la mujer, que no cancela su diferencia sexual, sino que la potencia (LS 155). En cambio, aun cuando el principito reconoce en la rosa un anhelo de comunicación íntima, la experimenta como una carne diferente y acaba juzgándola y repudiándola. El príncipe y la rosa no son seres creados, se han visto arrojados al tiempo, y esa comunalidad en su ser-ahí (Dasein), ese común ser-ahí-con-un-otro (Mitsein), no es suficiente para llevarlos a la comunión, y menos aún para hacer que se derrame en ellos ese Amor previo que es el corazón secreto del ser, como requiere gozosamente la doctrina de la Trinidad.


A pesar de que el Génesis de la Biblia y la “génesis” de El principito se oponen entre sí, ambos coinciden en subrayar la interrelación entre mundo, amor, nupcialidad e identidad filial como piedra angular de nuestro sentido del ser. Teniendo esto en cuenta, merece la pena señalar que la génesis del amor en la narrativa bíblica es una génesis de fidelidad, de revelación de uno a uno mismo, de correspondencia y de comunión. Por el contrario, en El principito, el amor es moderno: es un juego de sospechas, en el que la libertad se manifiesta solamente en el abandono de la limitación de la fidelidad y, por consiguiente, sólo como libertad negativa para dejar de amar al otro, supuestamente, claro está, en nombre del propio amor. En su más profundo sentido, aquí se ve la íntima oposición existente entre una visión personal de la creación y la visión moderna, abstracta y anónima, del “medio ambiente”. Para la primera, basada en la relación filial constitutiva del ser creado, el amor es la urdimbre de la íntima relación que sostiene al ser, mientras que, para la segunda, las cosas existen previamente a cualquier relación, de modo que la paternidad es básicamente irrelevante, lo mismo que la interrelación que supone la comunión genuina entre los seres. En El principito hay plantas y hay niños, pero no hay ni agricultura ni paternidad creadora. El complejo mundo de la génesis humana y de la interrelación con la Tierra está ausente por completo. Más o menos por la misma época en que escribe su célebre cuento, el piloto y escritor francés confiesa: “Privados de Dios demasiado pronto, a la edad en la que uno todavía busca refugio, nos vemos obligados a luchar por la vida como hombrecitos solitarios” (12).

II
El núcleo de la reflexión sobre la crisis medioambiental que se propone en la Laudato Si’ apunta casi directamente a lo que el Papa Francisco denomina “el paradigma tecnocrático dominante” (LS 101). ¿En qué consiste ese paradigma? Se trata del nuevo antropocentrismo, impensable hasta el momento, provocado por los dos últimos siglos de avances tecnológicos, mediante los cuales los seres humanos han adquirido sobre ellos mismos un poder sin precedentes, un sentido de autosuficiencia que ha erosionado justamente nuestra concepción “filial” del ser, es decir, del ser como algo constitutivamente dependiente, necesitado y limitado. El hombre moderno, animado por el paradigma tecnocrático, es un hombre huérfano de padre que aspira al poder sobre sí mismo. Francisco lo describe así:

     El paradigma tecnocrático […] tiene una inclinación a buscar que nada quede fuera de su férrea lógica, y “el hombre que posee la técnica sabe que, en el fondo, ésta no se dirige ni a la utilidad ni al bienestar, sino al dominio; al dominio, en el sentido más extremo de la palabra” (13). (LS 108)


La “mirada sobre la realidad” imbuida de “desenfrenada megalomanía” (LS 114) que provoca el “paradigma tecnocrático” lleva al delirio ideológico y espiritual de “no tener padre”, a la aceptación de la mentira satánica fundamental. Esta mentira, que reconfigura el yo en la “orfandad”, es el verdadero objeto de crítica de la Laudato Si’. En una palabra, la crisis ecológica, tal como la analiza el Papa Francisco, se basa en la confusión tecnológica e ideológica acerca del origen paternal y la naturaleza filial del ser. En efecto, el antropocentrismo moderno, con su concepción puramente secularizada del ser, “ha terminado colocando la razón técnica sobre la realidad, porque este ser humano ‘ni siente la naturaleza como norma válida, ni menos aún como refugio viviente. La ve sin hacer hipótesis, prácticamente, como lugar y objeto de una tarea en la que se encierra todo, siéndole indiferente lo que con ello suceda’” (LS 115) (14). Este antropocentrismo autosuficiente, que Francisco describe como característico de la modernidad y del “paradigma tecnocrático”, es igualmente característico de la concepción antropológica de El principito.


A pesar de que El principito se presenta como una narrativa sobre la niñez basada en el tema recurrente de la estupidez de las “personas mayores” y la sabiduría de los “niños”, en el cuento no hay, de hecho, ni adultos ni niños, puesto que no hay relaciones concretas entre adultos y niños. El principito se lee en vano si uno busca cualquier evidencia de filiación o de paternidad. El principito es, paradigmáticamente, un relato acerca de la ausencia del padre y, en esa medida, es también un relato del que está ausente la niñez. Sus personajes sin nombre no están relacionados con ninguna “persona mayor” concreta, padre, tía o maestro, por lo tanto, tampoco son “niños” en ningún sentido concreto, puesto que no se identifican ni una sola vez como hijos, sobrinos o alumnos de alguien. El mundo básicamente abstracto de estos “niños” autosuficientes (de estos modernos seres antropocéntricos) es, por consiguiente, un mundo eminentemente irreal. El protagonista, obligado a aterrizar en el desierto, describe así al príncipe que encuentra en las arenas: “El hombrecito no me parecía ni extraviado, ni muerto de fatiga, ni muerto de hambre, ni muerto de sed, ni muerto de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en medio del desierto, a mil millas de todo lugar habitado”. Y es que no se parece a un niño en absoluto; es inhumanamente autosuficiente. Este ideal de autosuficiencia — característico del “niño” de Saint Exupéry — coincide exactamente con la imagen del antropocentrismo moderno que critica el Papa, mientras que el mismo Saint Exupéry lo propone como el modo de ser necesario para la humanidad secularizada. Todo esto nos retrotrae a la cuestión de la ecología y a la manera en que la Laudato Si’ y El principito ofrecen dos concepciones irreconciliables del mundo y del ser.


Se suele atribuir a Saint Exupéry este dicho: “No heredamos el mundo de nuestros antepasados, lo tomamos prestado de nuestros hijos”. Los grupos ecologistas lo usan a menudo como eslogan. Sea o no sea original de Saint Exupéry, la frase es simultáneamente icónica de su concepción de una humanidad sin padre y representativa de la ontología que presupone tal antropología. El ser humano, ante todo, está encerrado en sí mismo: es un ser al que se le niega la fragilidad del niño, que habría de recibir su ser (y su nombre) de su padre. Responde a un proyecto de ser construido para el futuro, en vez de ser el florecimiento de un algo dado y recibido con anterioridad como un hijo (cf. LS 159-162). Esto se percibe a la perfección en el famoso mandamiento del zorro: es preciso “crear lazos…” (il faut créer des liens…). El principito lo completa: hay que “crear lazos entre los hombres” (entre les hommes), entre uno mismo y los demás y, en nuestro contexto, entre nuestro yo humano y el mundo creado (15). Se pone todo el acento ontológico en el lado de lo que el ser humano autosuficiente puede realizar, de lo que puede hacer por sí mismo. Él manipula el mundo y, por consiguiente, debe crear los lazos de interrelación. Como dice Saint Exupéry en otra frase muy conocida: “La verdadera felicidad proviene del gozo de hacer bien las cosas”. En todo caso, siempre se supone que el ser existe en un estado más o menos aislado y autónomo, que la actividad humana es la que hace que el mundo sea mejor o peor, más o menos feliz, más o menos interrelacionado. La ecología integral del Papa Francisco es radicalmente otra: la humanidad, ante la presente crisis, debe despojarse de la “desenfrenada megalomanía”, de la autosuficiencia que nace del “paradigma tecnocrático”, y redescubrir el carácter de siempre-previamente dado que tiene el ser. La primera y más elemental verdad del ser es ser del Padre. Y este carácter de previamente dado, en el que se redescubre la naturaleza filial del ser como tal, nos hace ver que realmente somos hijos en el Hijo, hijos relacionados mutuamente en la Palabra que pronunció a la totalidad de la creación en el ser del Padre. De esta epifanía surge una nueva concepción del ser humano que es, por fin, ecológica en un sentido integral.

III

La “ecología integral” propuesta por el Papa Francisco está basada en la profundidad sacramental del mundo. Esta profundidad sacramental reconoce y sostiene a la vez la relación y la diferencia constitutivas entre la creación y su Creador, en tanto que rehúye toda lógica de separación que intentara comprenderlos de manera dualista relacionándolos por oposición y toda lógica de confusión que los interpretara fusionándolos de manera panteísta o materialista. Con este fin, la Laudato Si’ es simultáneamente antimonista y antidualista, porque su raíz lógica y ontológica es netamente trinitaria. Las oposiciones antinómicas, socavadas por la Ecología Profunda posmoderna, entre creado e increado, vivo e inerte, humano y no humano y hombre y mujer nunca serán superadas mediante una separación drástica, ya sea de tipo premoderno (platónico o gnóstico) o moderno (pseudo-cristiano o agnóstico). En este sentido, la Laudato Si’ afirma claramente la relación paternal de la realidad en tanto que ontológicamente constituida en su relación con un amoroso Dios increado (LS 76). De aquí surge la clave de la “ecología integral” del Papa, en la que la comunidad sustancial del ser, vivo e inerte, humano y no humano, macho y hembra, brota directamente del reconocimiento de que Dios, que es interrelación de la diferencia en la unidad, no desprecia la materia ni la creación (LS 98 y LS 235), sino que, más bien, él mismo constituye la fraternidad entre los hombres y la comunión con la creación, establece y sostiene la “fraternidad universal” (LS 1 y LS 228).


El “dominio” destructivo del antropocentrismo moderno y de la visión instrumental de la humanidad en relación con la Tierra no se podrán curar sustituyendo la creación por la naturaleza (LS 76), o el antropocentrismo por un biocentrismo (LS 118). Tampoco se podrán resolver rechazando el papel peculiar del ser humano y la novedad que supone su presencia entre todos los seres creados (LS 81), o deificando la Tierra (LS 90). Éstos son los dobles fantasmagóricos (Doppelgänger) de la redención que nos ofrecen el principito de Saint Exupery y la amable serpiente que encuentra casualmente en el desierto africano.


El Octavo Día, la serpiente y el principito mantienen una triste y nostálgica conversación:

     — Buenas noches — dijo amablemente el principito.
     — Buenas noches — dijo la serpiente.
     — ¿En qué planeta he caído? — preguntó el principito.
     — En la Tierra, en África — respondió la serpiente.
     — ¡Ah!... ¿No hay, pues, nadie en la Tierra?
     — Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie.
     — La Tierra es grande — dijo la serpiente.
     El principito se sentó sobre una piedra y levantó los ojos hacia el cielo:
     — Me pregunto — dijo — si las estrellas están encendidas a fin de que cada uno pueda encontrar la suya algún día. Mira mi planeta. Está justo sobre nosotros. Pero, ¡qué lejos está!
     — ¡Qué hermoso es! — dijo la serpiente. ¿Qué vienes a hacer aquí?
     — Estoy disgustado con una flor — dijo el principito.
     — ¡Ah! — dijo la serpiente.
     Y se quedaron en silencio.
     — ¿Dónde están los hombres? — prosiguió finalmente el principito.
     — Se está un poco solo en el desierto...
     — Con los hombres también se está solo — dijo la serpiente.
     El principito la miró largo tiempo:
     — Eres un animal raro — le dijo al fin. — Delgado como un dedo...
     — Pero soy más poderoso que el dedo de un rey — dijo la serpiente.
     El principito sonrió:
     — No eres muy poderoso, ni siquiera tienes patas, ni siquiera puedes viajar...
     — Puedo llevarte más lejos que un barco — dijo la serpiente.
     Se enroscó alrededor del tobillo del principito como un brazalete de oro:
     — A quien toco, lo vuelvo a la tierra de donde salió — dijo de nuevo. — Pero tú eres puro y vienes de una estrella...
     El principito no respondió nada.
    — Me das lástima, tú, tan débil, sobre esta Tierra de granito — dijo la serpiente. — Puedo ayudarte si algún día echas de menos demasiado tu planeta. Yo puedo.
     — ¡Oh! Te he comprendido muy bien — dijo el principito. — Pero, ¿por qué hablas siempre con enigmas?
     — Yo los resuelvo todos — dijo la serpiente.
     Y los dos se quedaron en silencio. (16)

Tras su odisea hebdomadaria (una de-creación nihilista), el príncipe se da cuenta de que “con los hombres también se está solo” y de que es imposible “crear lazos entre ellos”, como le había requerido el zorro. El texto acaba con ofrecimiento redentor de la serpiente, que consiste en enviarlo de vuelta al planeta del que vino: un retorno al estado de eterna orfandad. El principito ofrece mansamente su talón a la serpiente para que lo muerda. Su veneno obrará el “milagro”.


Para Adán y Eva, aquella otra serpiente antigua no profirió la última palabra. La palabra que durante tanto tiempo fue considerada como una maldición era, en verdad, la promesa de la redención: “Hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Gen 3, 19). Este retorno a la tierra nunca fue, como ahora vemos, una amenaza de muerte. Volver al barro rojo original equivale a volver a las manos de Dios y a que se abra la posibilidad de ser modelado de nuevo. Y la forma de esa remodelación es la profundidad sacramental de la creación, transfigurada por la Encarnación de Cristo que, a su vez, ya está contenida en el acto original de la creación. La Palabra tomó carne humana (hecha originalmente a su imagen y como semejanza suya), carne biológicamente terrena, hecha de las sustancias químicas de esta Tierra, hace dos mil años, en la última, absolutamente única y más sorprendente de todas las teofanías. Para Dios, mostrarse al mundo equivale a vaciarse de su forma divina, en tanto que sigue siendo eternamente el que es hipostáticamente. La kênosis divina (Flp 2, 7) en el mundo creado es una característica esencial, y no excepcional, del Dios que invita al ser humano y a toda la creación a alcanzar en él su realización definitiva: “Cristo se vació de sí mismo para que la naturaleza pudiera recibir todo lo que pudiera contener de él”. (17) Cristo se vacía a sí mismo de su forma divina para que el mundo pudiera ser acogido en su “Yo” ante el Padre, imposible de vaciar. Toda la “divinidad” que queda sobre la Cruz es la Persona divina eterna del Hijo y, de este modo, la kênosis del Hijo desenmaraña la senda de la creación caída, porque atrae al ser caído a la oscuridad de un nihil que ahora entra en el diálogo perfecto de la filiación al Padre. Cristo ocupa así el centro del mundo: revela en sí mismo la belleza original del ser, que es una irreducible comunión de filiación y, por esa razón, recupera la vida última de la creación. La revelación definitiva y kênosis del Hijo ha tenido lugar en la Tierra. Ha empapado el suelo del ser creado con la efusión del amor divino. Ha encarnado al Eterno en el vientre humano de una mujer de esta Tierra. De ese modo, el Señor Encarnado garantiza que la presencia del animal humano entre todos los vivientes de esta Tierra ha conferido un destino único a este planeta, a la Tierra, y a esta especie, la especie humana. El ser humano, morador de esta Tierra, es portador de una singular e irreducible dignidad que, a su vez, infunde a su hogar humano, a la Tierra, un valor singular e irreducible (LS 43, LS 81, LS 83 y LS 90). Podríamos decir que, por eso, la Tierra se ha convertido en un sacramento para todo el cosmos, al igual que la especie humana ha sido investida de una misión profética en relación con toda la vida personal del universo, si alguna vez se descubriera alguna más allá de los límites de nuestra Tierra.


Solamente una, paradójica, concepción sacramental de la Tierra puede lograr una unión real, sin confusión ni disolución, de las oposiciones creado-increado, vivo-inerte, humano-no humano y hombre-mujer, descartando así cualquier atisbo de gnosticismo o panteísmo. En tanto que sacramento, la Tierra revela la dimensión de profundidad que hay en todas las cosas, en toda la realidad creada, subsistente en su relación con el abismo misterioso del mismo Dios. La creación, en tanto que sacramento, es un symbolon, algo que une y que franquea el abismo entre dos realidades diferentes y casi opuestas, aunque no divididas: la que santifica (el Dios creador) y la que es santificada (la creación), lo increado y lo creado, la trascendencia y la inmanencia de Dios. Por consiguiente, el acto paternal de la amorosa creación del ser, de su sostenimiento a pesar de la Caída y de la redención mediante la Encarnación, hace del suelo de la Tierra una verdadera imagen del Cielo. La “ecología integral” que propone el Papa Francisco en la Laudato Si’ muestra que una rememoración auténtica de los “orígenes”, dentro de la tradición cristiana, regenera las conexiones y los puentes que rehacen una concepción ecológica de la creación capaz de reconciliar las fisuras aparentes que han provocado las neurosis de la modernidad y que han desembocado en la actual crisis ecológica.


Finalmente, la cumbre sacramental de la manifestación de Dios en nuestro planeta, en la Tierra, es la Eucaristía. La Eucaristía tiende un puente sobre la diferencia infinita entre el divino Creador, por un lado, y la creación viva e inerte, por el otro. Como tal, la Eucaristía es el lazo, la synaxis previamente dada, y no “hecha”. La Eucaristía es el lazo recibido que ata entre sí a los seres humanos y al resto de la vida y de la materia, como asimismo nos ata a la vida del mismo Dios. La presencia divina en el pan y el vino, en la Tierra, en dos especies vegetales y terrenales concretas, trigo y vid, nos ofrece a la vez la verdad de nosotros mismos, la verdad de la creación y la verdad de Dios. El trigo y la vid, el trabajo de un hongo terrenal que vive de transformar la fructosa de las uvas en alcohol etílico, el trabajo de las manos de los hombres que muelen el grano y amasan la harina, el fuego domesticado por el panadero en el horno en el que cuece la masa, todas estas cosas se convierten en el sacramento histórico y material de la presencia de Dios. En él, se trasciende el abismo ontológico entre lo creado y lo increado; en él, el ser humano elabora de verdad el lazo que sólo él puede recuperar en forma de un don gratuito y anterior que no depende de él. ¿Qué ocurriría si los seres humanos ignoráramos la llamada del Papa Francisco a una “conversión ecológica”? ¿Qué sería del ser humano si, a causa de nuestras negligencias, el trigo y la vid desaparecieran de la Tierra? ¿Qué sería de la Tierra si, a causa de nuestras negligencias, el ser humano se extinguiera? Por la Encarnación del Hijo de Dios, sobre todas esas diversidades ecológicas se articula la existencia y el significado del universo entero.


* Departamento de Geometría y Topología, Facultad of Ciencias, Universidad of Granada, Avenida de Fuentenueva, s/n, 18071-Granada, Spain.

** Instituto de Teología “Lumen Gentium”, Seminario Mayor San Cecilio, Paseo de la Cartuja, 49, 18011-Granada, Spain.

[1] Cf. Cyril O’Regan, The Anatomy of Misremembering: Von Balthasar’s Response to Philosophical Modernity, Vol. 1: Hegel (Chestnut Ridge: The Crossroad Publishing Company, 2014).

[2] Arne Naess, “The Shallow and the Deep. Long-Range Ecology Movement”, Inquiry 16 (1973), pp. 95-100.

[3] Esta última sensación se expresa en el proyecto transhumanista de crear un futuro “humano” que “curaría” a la especie humana de sus “defectos” humanos usando estrategias biomédicas y biotecnológicas, en última instancia con la meta de acabar con la muerte. Véanse Nick Bostrom, “A History of Transhumanist Thought”, Journal of Evolution and Technology 14 (2005), pp. 1-25; Bruce J. Klein (ed), The Scientific Conquest of Death: Essays on Infinite Lifespans (Buenos Aires: Libros en Red, 2004); y Ronald Cole-Turner (ed), Transhumanism and Transcendence: Christian Hope in an Age of Technological Enhancement (Washington, DC: Georgetown University Press, 2011).

[4] Véanse, por ejemplo, M. Munakata, Lessons from The Little Prince, Science & Children, 42 (2005);yQ. Li y G. Hou, From Breaking the Traditional Fairy Tale Narrative to Criticizing the Sickness of Modern Civilization — Comment on Stylistic Innovation and Ideological Connotation in The Little Prince by Exupéry, Journal of HIT (Social Sciences Edition), 8 (2006).

[5] Cf. Joseph Cardinal Ratzinger, Introduction to Christianity, trans. J. R. Foster (San Francisco: Ignatius Press, 2004), p. 183: Puesto que, en términos trinitarios, las personas de la Trinidad son “relaciones subsistentes”, a partir de ahora “la relatio … está en pie de igualdad con … la sustancia como forma igualmente primordial del ser”.

[6] Nicetas Pectoratus, Spiritual Paradise 3 (Sources chrétiennes, 8.64-65).

[7] Antoine de Saint Exupéry, El pequeño príncipe, Rialp, Madrid, 2015, p. 26.

[8] San Juan Crisóstomo, De Providentia, 7.2.

[9] The Art of the Commonplace, Counterpoint, Berkeley, 2003, p. 153.

[10] Antoine de Saint Exupéry, Terre des hommes, in Oeuvres complètes, Gallimard, Paris, vol. I, p. 171.

[11] San Juan Crisóstomo, De Providentia, 9.1.

[12] Antoine de Saint Exupéry, Carnets, Gallimard, Paris, 1953, p. 35.

[13] Citando a Romano Guardini, Das Ende der Neuzeit, pp. 63-64; versión inglesa: The End of the Modern World, p. 56.

[14] Citando a Guardini, Das Ende der Neuzeit, p. 63.

[15] Antoine de Saint Exupery, El pequeño príncipe, Rialp, Madrid, 2015, Cap. xxi.  

[16] Ibidem, Cap. xvii

[17] San Gregorio of Nisa, Sobre los salmos, 3.

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