Materiales para una política teológica cristiana

La decisión de iniciar esta sección en el blog Ciudad de Dios y de los hombres es casi connatural (y contemporánea) a la idea del mismo blog: si Cristo es Señor de todo “en los cielos, en la tierra y en los abismos” (Flp 2, 10), todo tiene que ver con el señorío de Cristo, y Cristo tiene que ver con todas las cosas, puesto que “todo ha sido creado por Él y para Él (…) y todo tiene en el su consistencia” (Col 1, 16-17). No es posible, por tanto, que una actividad, o un ámbito de relaciones tan decisivas para la vida humana como es la vida de la polis, esto es, el régimen y la articulación de las comunidades humanas más allá de la familia y entre ellas, quede totalmente al margen de Cristo. No es posible que Cristo resucitado y vivo, y que la experiencia que la Iglesia tiene de él y del Padre en la comunión del Espíritu Santo, no tengan nada que decir acerca de esas relaciones que nos constituyen, y determinan considerablemente la conciencia que tenemos de nosotros mismos y del mundo. Si ése fuera el caso, Cristo quedaría fuera de una dimensión humana sumamente importante, esencial a la vida humana. Y no sería “el Señor”. Llamarle “Señor” no pasaría de ser una metáfora más bien vacía. Pues bien, eso es exactamente lo que ha sucedido: que en gran medida hemos excluido a Cristo y a la experiencia de la redención de Cristo de esa dimensión de la vida humana —y de otras, desde la economía al matrimonio y la familia—. De aquí que el hecho de ser cristianos signifique tan poco en nuestra vida. Y que tampoco signifique demasiado el dejar de serlo.

 

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Lunes, 20 Junio 2016 13:40

Tras la virtud

Escrito por  Javier Martínez

Este texto (Alasdair C. MacIntyre. After Virtue, Notre Dame University Press, Notre Dame, Indiana, 1981, pp. 244-245) es el último párrafo de esta obra excelente y decisiva de MacIntyre. En ella explica por qué el proyecto de fundar una moralidad —y por tanto una política moral— de la edad moderna estaba abocado al fracaso, y eso tanto en el mundo marxista como en el mundo liberal. El punto de partida de su reflexión es el carácter interminable —e inconclusivo—de los debates morales en nuestro tiempo, ya desde el siglo diecinueve (o antes). Partiendo de ahí, MacIntyre se plantea por qué eso es así, y en su búsqueda descubre también por qué eso era inevitable que ocurriera. Es lo que el llama “el fracaso de la cultura precedente”, es decir, de la cultura de la Ilustración, un fracaso irremediable partiendo de las premisas de las que partía. Nuestro vocabulario moral está hecho de conceptos que no son sino fragmentos de tradiciones a veces incompatibles entre sí.

La renuncia de esa cultura a plantearse con rigor la pregunta —y a examinar las respuestas— acerca del fin de la vida humana (puesto que esas preguntas y respuestas parecían pertenecer al ámbito religioso, y en Europa y América, específicamente a la tradición cristiana), hace que se traten de buscar fundamentos de la moralidad en la naturaleza misma del hombre, en la “mera” naturaleza, accesibles a la “mera” razón. Pues bien, eso no ha funcionado y además no puede funcionar. Sin un fin último para la vida humana, las palabras “bueno” y “malo” aplicadas al hombre o a los actos humanos tienen, o que carecer de significado, o que tener un significado diferente al que les atribuía la tradición europea y americana. La moralidad es sólo un residuo de hábitos tradicionales que encubre otra cosa: la búsqueda del placer o del poder, etc. De ahí surgen toda una serie de explicaciones de la moral que no son sino sucedáneos, por mucha influencia que hayan tenido y tengan aún en el presente, como el utilitarismo o el contractualismo, etc.

En virtud de las premisas acerca de la moralidad (y de la visión de lo humano) de las que parten (y que comparten), tanto el mundo liberal como el marxista, el horizonte final de ambos mundos es el del nihilismo, un nihilismo que a medida que pasa el tiempo, es puro vacío y no resulta (al menos en apariencia) ni siquiera dramático.

Tras la virtud describe también con una nitidez como pocas veces se ha hecho el caos moral e intelectual en que nos hallamos (y no sólo en España, puesto que no habla de ella tanto como de la cultura contemporánea del antiguo mundo cristiano, en Oriente como en Occidente). MacIntyre llama a ese caos “emotivismo”, y se caracteriza por la sustitución de una moralidad verdadera —que siempre tiene que ver con el fin de la vida humana—, por algunas ficciones morales, básicamente, los llamados “valores” (que en un contexto emotivista significan sólo “preferencias” subjetivas), y los llamados “derechos”, que en ese mismo contexto crecen y se desarrollan hasta el infinito, hasta ser puras utopías —el “derecho” a ser feliz—, o patéticas ridiculeces, como el “derecho” a que todo hombre pueda disponer de 1 mega de Internet al mes. En el emotivismo nihilista, no sólo las palabras “mal” y “bien” no tienen sentido —por más irracional que eso sea, y por más imposible que sea vivir sin ellas—, sino que las relaciones humanas, y hasta las relaciones con el mundo, tienden a ser todas manipulativas, instrumentales a la satisfacción del ego y de sus exigencias. Pero no es sólo que las relaciones humanas sean todas o tiendan a ser manipulativas, lo que hace casi imposible, por ejemplo, para muchas personas la concepción tradicional del matrimonio como sacramento, y hasta la comprensión de la palabra sacramento, sino que al hombre contemporáneo, a quien vive en y de la cultura contemporánea, le faltan las cateogrías básicas para distinguir las que son manipulativas y las que no lo son. La novela de Henry James Retrato de una dama, llevada a la pantalla por Jane Campion y representada espléndidamente por Nicole Kidman, es, para MacIntyre, un perfecto ejemplo de esa situación ya a finales del siglo diecinueve (1880-1881).

Por último, mencionemos que, aunque no sean el tema central y directo del libro, para MacIntyre —como para Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio— no hay posibilidad de una verdadera moralidad —y hasta de un pensamiento moral o de una filosofía útil para la vida—, sin una tradición, y no hay tradición sin una comunidad. Eso pone en solfa aún más nuestra situación, porque uno de los objetivos fundamentales —conscientes o más o menos inconscientes— del estado moderno es el de sustituir a toda verdadera comunidad, y por lo tanto, el de destruirlas a todas, especialmente si, como la familia o la Iglesia, pretenden ser anteriores e independientes de ese estado (el estado moderno, que corresponde a la “cultura precedente” o es hijo de ella, y que comparte su destino no es ni la única forma posible del estado ni la mejor).

El texto es el siguiente:
“Siempre es peligroso hacer paralelismos demasiado estrechos entre un período y otro de la historia; y entre los más engañosos de tales paralelismos están los que se han hecho entre nuestra propia época en Europa y Norteamérica y el Imperio romano en decadencia hacia la Edad Oscura. No obstante, hay ciertos paralelos. Un giro crucial tuvo lugar en la antigüedad cuando hombres y mujeres de buena voluntad abandonaron la tarea de defender el imperium y dejaron de identificar con el mantenimiento de ese imperium la continuidad de la comunidad civil y moral. En su lugar se pusieron a buscar, a menudo sin darse cuenta completamente de lo que estaban haciendo, la construcción de nuevas formas de comunidad dentro de las cuales pudiera continuar la vida moral de tal modo que moralidad y civilidad sobrevivieran a las épocas de barbarie y oscuridad que se avecinaban.

Si mi visión del estado actual de la moral es correcta, debemos concluir que también nosotros hemos alcanzado ese punto crítico. Lo que importa ahora es la construcción de formas locales de comunidad, dentro de las cuales la civilidad, la vida moral y la vida intelectual puedan sostenerse a través de las nuevas edades oscuras que caen ya sobre nosotros. Y si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las edades oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de motivos para la esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y es nuestra falta de conciencia de ello lo que constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino, aunque haya de ser muy diferente del anterior, a un nuevo San Benito”.

Alasdair C. MacIntyre
After Virtue, Notre Dame University Press, Notre Dame, Indiana, 1981, pp. 244-245.
Existe versión española, traducida por Amelia Valcárcel, en Editorial Crítica, Barcelona, 1987, reeditada en 2001, y posteriormente, en 2013, por Austral (Espasa-Calpe), Madrid.

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